Ayer estaba en casa de una amiga cenando. Una botella de vino tinto, quesos, mermelada de miel de acacia y pera, carne a la parrilla, tomates del huerto, y buena, deliciosa, conversación.
La vida de esta chica es de lo más fascinante. Bueno, más que su vida en si, sus orígenes, la vida de sus ‘precedentes’. Su madre, hija de un ingeniero alemán que huyó de los nazis por no querer colaborar en sus experimentos, se crió en su exilio en Málaga, en donde conoció a un italiano con el que se casó y se fue a vivir a Italia. De hecho esta historia familiar, a pesar de ser apasionante (muy especialmente la complicada huida a España) no es el hilo por el que quiero transitar ahora mismo, pero si es a través de ellos, de su vida en Italia, que quería evocar un paisaje, el lugar al que, cada vez que oigo hablar de ellos, me traslado: la Toscana: Y me acuerdo, recuerdo, aún sin conocerla, lo que el cine un día me mostró… .
Nunca he estado allí, y por supuesto me encantaría ir. Mi amiga siempre habla de su vida allí, de los paisajes, enormes campos y majestuosos caserones ajardinados; de las cenas de disfraces, de la cocina y sus olores a albahaca, tomate y romero; de las noches cálidas de verano bajo las estrellas, al son de los grillos y con una copa de vino.
Pues cada vez que me habla de todo ello, siempre, absolutamente siempre, me vienen imágenes de Belleza robada (Bernardo Bertolucci, 1995), la más bien simple película (fabricada para el lucimiento de la ‘Lolita’ Liv Tyler) que recorre las vacaciones de verano en la Toscana de una americana en busca del recuerdo de su madre muerta y con ganas de perder su virginidad. No tiene mucho más: sólo algunos personajes excéntricos, un pintor con cáncer, dos hermanos rondando a la chica, fiestas que parecen performances, y mucho de exotismo pintoresco del lugar ideal para seducir a todo aquel que no viva en Europa.
Pero aún así, aquí lo dejo. Como imagen de verano, como evocación ligera y sin pretensiones de una agradable atmosfera cálida y suave, idealizando la típica experiencia veraniega, con amor y sexo incluidos, que muchos de nosotros querríamos vivir al menos una vez en la vida, y mucho más en un marco como el que ofrece la idílica Toscana. Porque realmente lo que sí consigue Bertolucci es que todo en este film resulte bello, muy bello, deliciosamente atractivo, excitante en todos sus tópicos, en los paisajes, las luces y colores, formas y encuadres; aunque a veces también huela a algo decadente (emulando una burguesía bohemia y trasnochada que no ha digerido los excesos emocionales de los 70).
A veces, sólo por contemplar un poco de belleza y dejarse llevar por insustanciales derroteros merece la pena este film, especialmente en las noches urbanas de verano.
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